oliverio girondo

Oliverio Girondo — Calle de las sierpes

Con sus caras de mascarón de proa,/ el habano hace las veces de bauprés,/ los hacendados penetran en los despachos de bebidas,/ a muletear los argumentos/ como si entraran a matar

Oliverio Girondo, cuyo nombre completo era Octavio José Oliverio Girondo, nació el 17 de agosto de 1891 en Buenos Aires, Argentina. Proveniente de una familia acomodada, desde joven tuvo la oportunidad de explorar el mundo y nutrirse de diversas influencias culturales.

Después de estudiar en Europa, principalmente en Inglaterra y Francia, regresó a Buenos Aires para continuar con sus estudios de Derecho. Durante sus viajes, entró en contacto con las nuevas corrientes estéticas, como el surrealismo, y entabló amistad con poetas y artistas europeos.

En sus primeros poemarios, como «Veinte poemas para ser leídos en el tranvía» (1922) y «Calcomanías» (1925), Girondo exhibió una exaltación del cosmopolitismo y la vida urbana, combinando color, ironía y crítica de costumbres. Estas obras lo situaron como uno de los representantes destacados de la vanguardia porteña de la época.

A lo largo de su vida, Girondo experimentó pérdidas significativas, como la muerte de su hermana y, más tarde, de su esposa Norah Lange en 1972. Sin embargo, el episodio más devastador fue un grave accidente automovilístico en 1961, que lo dejó con secuelas físicas permanentes.

A pesar de las adversidades, Girondo continuó escribiendo y explorando nuevas formas de expresión. Durante la década de 1950, incursionó en la pintura surrealista, aunque no expuso públicamente sus obras.

Su última obra significativa, «En la masmédula» (1953), representa el punto culminante de su experimentación lingüística, fusionando palabras para crear nuevas unidades léxicas cargadas de significado.

Oliverio Girondo falleció el 24 de enero de 1967 en Buenos Aires, a los 75 años de edad, como resultado de las complicaciones derivadas de sus heridas en el accidente automovilístico.


Calle de las Sierpes

A D. Ramón Gómez de la Serna

Una corriente de brazos y de espaldas
nos encauza
y nos hace desembocar
bajo los abanicos,
las pipas,
los anteojos enormes
colgados en medio de la calle;
únicos testimonios de una raza
desaparecida de gigantes.

Sentados al borde de las sillas,
cual si fueran a dar un brinco
y ponerse a bailar,
los parroquianos de los cafés
aplauden la actividad del camarero,
mientras los limpiabotas les lustran los zapatos
hasta que pueda leerse
el anuncio de la corrida del domingo.

Con sus caras de mascarón de proa,
el habano hace las veces de bauprés,
los hacendados penetran en los despachos de bebidas,
a muletear los argumentos
como si entraran a matar;
y acostados en los mostradores,
que simulan barreras,
brindan a la concurrencia
el miura disecado
que asoma la cabeza en la pared.

Ceñidos en sus capas, como toreros,
los curas entran en las peluquerías
a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez,
y cuando salen a la calle
ya tienen una barba de tres días.

En los invernáculos
edificados por los círculos,
la pereza se da como en ninguna parte
y los socios la ingieren
con churros o con horchata,
para encallar en los sillones
sus abulias y sus laxitudes de fantoches.

Cada doscientos cuarenta y siete hombres,
trescientos doce curas
y doscientos noventa y tres soldados,
pasa una mujer.

Sevilla, abril, 1923.

 

Extraído de Oliverio Girondo, Calcomanías (1925) | Hallazgo de María Bakun

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