Luigi Fabbri nació en 1877 en Faenza, Italia, convirtiéndose en una destacada figura anarquista del siglo XX. Su vida estuvo profundamente influenciada por su compromiso con las ideas libertarias desde una edad temprana.
Fabbri demostró una pasión incansable por el anarquismo y se convirtió en un escritor prolífico, abordando temas políticos y sociales en numerosos libros y ensayos. Su obra «Dictadura y Revolución» es un referente en el pensamiento anarquista, explorando las tensiones entre la revolución y las estructuras de poder autoritarias.
A lo largo de su vida, enfrentó desafíos considerables debido a sus creencias políticas. En 1925, Mussolini llevó a cabo una represión contra los disidentes políticos, y Fabbri se vio obligado a exiliarse. Pasó años en el exilio en Suiza y Francia, continuando su lucha contra el fascismo y promoviendo la causa anarquista desde el exterior.
Trágicamente, su vida estuvo marcada por la constante persecución y los embates políticos. Fabbri enfrentó dificultades económicas y sociales durante su exilio, luchando por mantener viva la llama de las ideas libertarias en un contexto hostil.
Falleció en 1935 en Montpellier, Francia, en circunstancias difíciles y en relativo anonimato, lejos de su tierra natal y sin haber visto un cambio significativo en el panorama político italiano.
IV.
Cuando en la sociedad humana encontramos la tiranía del hombre sobre el hombre y la restricción por parte de algunos para que las facultades de otros se expresen libremente, nos vemos obligados a concluir que un régimen de vida así va en contra de la naturaleza.
Y es contra natura la división, en el ámbito económico, de la humanidad en diferentes clases; una división que es el peor y más artificial producto de la desviación humana y la consecuencia más perjudicial de la inconsciencia de las comunidades primitivas. Para comprender la injusticia del principio de la propiedad individual, dejemos de lado por un momento la observación de aquellas cosas que, al ser divisibles y apropiables, son susceptibles de pertenecer exclusivamente a un individuo o a una clase de individuos que las hayan tomado. Acostumbrados, como estamos, a ver la tierra dividida como propiedad de uno u otro, y los instrumentos de trabajo, como viviendas, suelo, minas, etc., en manos de algunos que son sus dueños, y precisamente aquellos que no trabajan la tierra, no construyen casas ni usan las herramientas, dado que esto ha perdurado durante siglos, la mayoría de las personas no percibe tanta injusticia y soporta los daños resultantes, resignada y convencida de que es lo más natural del mundo.
Así que dejemos de considerar estas cosas y en cambio pensemos en aquellos elementos que, debido a su extensión o a la imposibilidad de convertirse en propiedad de alguien, han permanecido como patrimonio de todos.
¿Acaso la naturaleza ha hecho alguna distinción para el aire, el agua, la luz, impidiendo a alguien respirar, beber o ver más que a su prójimo, físicamente similar a él? No, desde luego. Todos los hombres disfrutan en común, es decir, según la necesidad de su propio organismo, de todos estos elementos, independientemente de su trabajo, de su conducta e incluso de su propia voluntad: algo que no ocurre con otras cosas, por ejemplo, con la tierra. Sin embargo, la tierra, como el aire, la luz, el agua, es un elemento que por sí mismo no tiene nada que indique que naturalmente deba pertenecer a alguien en lugar de a todos. ¿Por qué esto? La respuesta es muy sencilla, nos dice Malatesta: porque para el aire, la luz y el agua nadie ha encontrado la manera de apropiárselos y robarlos a otros hombres, mientras que para la tierra sí; si los poderosos hubieran podido apoderarse de todo, hoy habría pobres a los que solo les quedaría la luz más escasa, el agua más sucia y el aire más pestilente, todo a costa de penurias y lágrimas, como ocurre ahora con el pan y la vivienda.
Dado que al nacer nadie trae consigo títulos de propiedad terrenal o cupones de renta, tenemos todo el derecho de decir que, al ser la tierra, al igual que el aire y la luz, un elemento necesario para la vida de todos, como el aire y la luz, debe ser propiedad común de todos, a la que cada uno debe poder acceder y obtener con su trabajo lo que necesita.
IV.
Quando nel consorzio umano ci è dato riscontrare la tirannia dell’uomo sull’uomo, e l’impedimento da parte di alcuni al libero esplicarsi delle facoltà degli altri, noi siamo forzati a concludere che un regime di vita simile è contro natura.
E contro natura è perciò la divisione, nel campo economico, dell’umanità in classi diverse, divisione che è il peggiore artificioso prodotto dell’aberrazione umana e la più funesta conseguenza dell’incoscienza delle collettività primitive. Per poter comprendere l’ingiustizia del principio della proprietà individuale, prescindiamo per un momento dall’osservazione di quelle cose che, per essere suddivisibili e appropriabili, sono perciò suscettibili di appartenere esclusivamente ad un individuo o ad una classe di individui che se le siano prese. Abituati, come siamo, a veder la terra suddivisa per esser proprietà di questo o di quello, e gli strumenti del lavoro, come le abitazioni, il suolo, le miniere, ecc. stare in mano di alcuni che ne sono i padroni—e proprio di coloro che non lavorano la terra, non fabbricano le case e non adoperano gli strumenti—siccome ciò dura da secoli, la generalità degli uomini non si accorge di tanta ingiustizia e sopporta i danni che ne derivano, rassegnata e persuasa che ciò sia la cosa più naturale del mondo.
Ebbene, prescindiamo dalla considerazione di queste cose, e consideriamo invece quegli elementi che per la loro estensione o per l’impossibilità di ridurli proprietà di alcuno, sono rimasti patrimonio di tutti.
Forse che la natura per l’aria, l’acqua, la luce ha fatto qualche distinzione, sì che a qualcuno sia impedito di respirare, bere, vedere più del suo vicino, fisicamente fatto come lui? No, certo. Tutti gli uomini usufruiscono in comune, e cioè a seconda del bisogno del proprio organismo, di tutti questi elementi, indipendentemente dal proprio lavoro, dalla propria condotta ed anche dalla loro stessa volontà: ciò che non avviene per le altre cose, per esempio per la terra. Eppure la terra, come l’aria, la luce, l’acqua è un elemento che di per sé stesso non ha nulla che dica che per natura debba appartenere a qualcuno invece che a tutti. Perché questo? La risposta è semplicissima—ci dice il Malatesta:—perché per l’aria, la luce e l’acqua nessuno ha trovato il modo d’impadronirsene e rubarle agli altri uomini, mentre per la terra sì; che se fosse stato possibile ai prepotenti pigliarsi tutto quanto, oggi ci sarebbero dei poveri cui non sarebbe lasciata che la luce più scarsa, l’acqua più fetida e l’aria più puzzolente, e tutto a prezzo di stenti e lacrime, come ora avviene per il pane e l’alloggio.
Dal momento che nascendo nessuno ha portato seco titoli di proprietà fondiaria o cuponi di rendita, noi abbiamo tutto il diritto di dire che essendo la terra, come l’aria e la luce, un elemento necessario alla vita di tutti, come l’aria e la luce deve essere proprietà comune di tutti, alla quale ciascuno deve poter dimandare e ottenere col lavoro ciò di cui abbisogna.
Extraído de Luigi Fabbri. L’ideale anarchico. La Scuola Moderna, 1911.