Fragmentos de un diálogo
Roberto Juarroz & Guillermo Boido
(Guillermo Boido) —Al renunciar a esos apoyos exteriores, la poesía se presenta como una pura experiencia de la palabra. Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones en que esa experiencia es válida, es decir, merece ser llamada poética? Por otra parte, los requerimientos tradicionales parecían garantizar la trascendencia de la obra poética, a diferencia de esta experiencia desnuda que corre el riesgo de ser palabra para uno mismo. ¿Existe realmente ese riesgo?
(Roberto Juarroz) —Creo que la experiencia de la palabra, en el poeta, está signada por muchas cosas, pero sobre todo por dos. La primera es la necesidad, en el sentido de ese bello texto de Rilke donde dice: Una obra de arte es buena cuando nace de una necesidad. Es la naturaleza de su origen la que la juzga. Es decir, uno no puede hacer otra cosa que decir esa palabra, porque si no algo se destruye en ese instante, algo se destruye en uno. Y en segundo lugar, la intensidad, o sea que para uno el decir esa palabra (mejor o peor, pero decirla) significa vivir doblemente, vivir con una peculiar densidad o fuerza. Entonces —y voy a la segunda parte de su pregunta— una experiencia que se da signada por la necesidad y por la intensidad nos permite tener un acto de fe, nos da derecho a creer que tal vez eso mismo pueda repetirse en alguien que la reciba.
—Ese acto de fe, ¿supone al mismo tiempo una creencia en las posibilidades enriquecedoras de lo que usualmente llamamos cultura?
—Hay una dimensión de la cultura en la que yo creo. Iba a denominarla cultura profunda, pero no es suficiente, y en esto es necesario que no haya malentendido. Son signos, signos que nos lanzamos. Alguien comparó la vida con gente que se cruza y lanza algunos signos, y nada más. Es lo único que recogemos, lo único que damos. ¿Qué permite reconocer los signos? En un sentido muy auténtico, muy cabal, muy a fondo, sería eso que llamamos cultura. Pero no entendido como una cantidad de información acumulada, de costumbres o de astucias interpretativas, sino mucho más que eso. Porque abarcaría la sensibilidad, abarcaría una apelación a la experiencia profunda del otro que se manifiesta también por medio de ciertos signos. Yo diría que la poesía sería la cultura ideal, el deseo profundo que subyace en el fondo de toda cultura auténtica. Porque entiendo la poesía como la manifestación por excelencia —ya que es la conquistada, la ganada, la sufrida, la duramente cultivada— del poder creador del hombre. Mucho más que la ciencia, la filosofía o las formas administrativas de las relaciones humanas habituales. Todo eso es secundario. A mí lo que me interesa es cómo el hombre, esta pequeña y fugaz criatura, puede, en esta situación, engendrar algunos signos que tengan sentido contra el absurdo, que constituyen de alguna manera un antiabsurdo. Entonces ¿qué pasa entre la cultura y el poder creador? Yo creo que la cultura está llena de brotes creadores. Pero muchas veces, con ese nombre, nos muestran un híbrido donde no hay ninguna manifestación de un poder creador, aunque nos digan lo contrario.
—La aparente pérdida de sentido en la poesía moderna parecería estar vinculada con esa dramática inmersión en el absurdo. La poesía sería, entonces, al mismo tiempo, reconocimiento del absurdo y antiabsurdo.
—En la poesía hay el reconocimiento, ya no formal sino práctico, en el uso del lenguaje, del o que todos sabemos: estamos rodeados por el absurdo, rodeados por el misterio, vivimos en la antítesis, amar a alguien es también no amarlo, vivir es morirse, pensar es no poder penetrar en lo que uno piensa. Contraste permanente, oposición permanente, antítesis permanente que nos disimulamos para no enloquecer. ¿Qué tiene de raro, cuando el hombre ha roto su imagen, sus creencias, su tradición, su convivencia, que el lenguaje humano también se rompa? Porque, en último término, la poesía no es explicación de nada, como lo han visto con claridad Hölderlin, Rilke y tantos otros. La poesía, sabemos, es una experencia. Es una especie de valor o de arrojo, consciente o inconsciente, que nos lleva a encarar y a vivir los últimos límites de las últimas cosas: las tinieblas. La poesía es lo más opuesto a la cobardía. También es la experiencia profunda del misterio, de lo inexplicable. Y entonces, si no pretende explicar, si, además, en alguna parte de ella misma supone el sentir que tal vez las cosas no tengan explicación ni coherencia, no se opone al absurdo, sino que es la mayor convergencia con él. Pero debo aclarar: no se trata de una experiencia absurda, sino de una experiencia de lo absurdo. Será porque no creo que nosotros podamos hallar una especie de sentido comprensible para las cosas. Y si creo que en el fondo esto es absurdo, parte de ese absurdo también es el que yo lo viva y lo exprese.
Extraído de Poesía y creación. Díalogos con Guillermo Boido – Roberto Juarroz. Ed. Carlos Lohlé. Buenos Aires: 1980.