Eugenio Montejo — Poesía en un tiempo sin poesía

El medio siglo más huero de poesía en tantos siglos, de que habla Gómez Dávila, se me aparece así como el más huero en espacio vital para la poesía.

Poesía en un tiempo sin poesía

Eugenio Montejo

Uno de los aforismos de Nicolás Gómez Dávila publicados en el número 211 de la revista bogotana Eco, reza literalmente: «Primera mitad del siglo XVIII, segunda mitad del siglo XX, los dos medios siglos más hueros de poesía en muchos siglos». La forma elusiva y lapidaria, propia de la escritura aforística, sin duda dispensa al autor de la incomodidad de los detalles, tan necesarios a la hora de esclarecernos su pensamiento y de examinar la rotundidad de un juicio semejante. La sentencia acusa, sin embargo, el trazo de una meditada convicción, lo cual la releva de cualquier sospecha de efectismo. Y tiene sobre todo el raro atractivo de declarar un parecer opuesto al común panegírico de la lírica contemporánea, aventurando una reprobación tan franca como demoledora.

El aforismo, apenas leído, suscita por lo menos tres reparos en el ánimo de un lector medianamente atento. El primero tiene que ver con el lapso a que en parte se ciñe su condenatoria, el de la segunda mitad de nuestro siglo, de la cual faltan algunos años para que finalice y de cierto varios otros para juzgar con alguna objetividad su perspectiva.¹ No habiendo concluido aún la otra mitad de la presente centuria, el juicio corre el riesgo de encarnar una predicción antes que una exacta comprobación de los hechos. Un segundo reparo nace de lo indeterminado del campo que examina, al punto que no sabemos si se refiere sólo a nuestra lengua o a todas las lenguas de Occidente. Traído al ámbito de la lírica castellana, no deja de ser oportuno revisarlo. Por último, la sentencia divide tajantemente la primera y segunda mitad de nuestro siglo, siendo que, al menos en poesía, tal división resulta inoperante. Negando la última parte, se niega tácitamente la primera, en la cual se hallan muchas de sus raíces teóricas y cuyas exploraciones en notable medida se prolongan hasta nuestros días.

Los reparos no le restan al fragmento el aire sugestivo que siempre despiertan las negaciones absolutas. Su declaración delata, como dije, una convicción que es sin duda el producto de estimaciones comparativas entre la poesía de hoy y la de épocas pasadas. Hay que decir, además, que el reclamo no carece de filiación. Hugo Friedrich, por ejemplo, para citar a un renombrado estudioso de la lírica moderna, confiesa que pese a su cabal comprensión de la poesía contemporánea, se siente en mejor compañía con Goethe y los clásicos antiguos, que con Paul Valéry y T.S. Eliot.

El radicalismo de Gómez Dávila quizá procura contrarrestar otro reiterado con no poca frecuencia: el que trata de desvincular el arte del presente de toda relación con el pasado, imponiendo una visión lineal que erróneamente se ve corroborada en los avances del campo científico. Su reproche viene a tener por blanco principal la tendencia que se ha dado en llamar la posvanguardia, cuya aparición Octavio Paz sitúa hacia 1945, es decir, al término de la primera mitad de nuestro siglo. Pero, admitiendo como válido el distingo, ¿no es demasiado temprano para sopesar sus aportes cancelando las esperanzas de su evolución futura? Paz vuelve una y otra vez sobre el fin del «tiempo lineal», y es llamativa su advertencia de que en nuestra hora algo termina y algo nace. La estética del cambio constante, que marcó la primera vanguardia y acentuó el carácter histórico del poema, parece ahora quedar a un lado. La nueva lírica se abre más allá, en otro tiempo y frente a otras circunstancias. Esto lo lleva a preguntarse en forma conclusiva: «¿Fin del arte y de la poesía? No, fin de la era moderna y con ella la idea de arte moderno» (Los hijos del limo). Ya no somos, pues, modernos, al menos en el sentido que lo fueron Neruda, Bandeira, Eliot. ¿Qué somos? El título de una antología reciente de jóvenes españoles parece responder no sin humor a esta pregunta: Poetas poscontemporáneos. Dios los oiga.

Pero, volviendo a la sentencia que nos ocupa, ¿cuáles serían los síntomas de la lírica moderna que nos precisan su desventaja respecto de épocas anteriores? Es aquí donde, más que de poesía propiamente, conviene hablar de la condición del poeta en el tiempo presente y de las posibilidades a su alcance para, tanto como pueda, purificar las palabras de la tribu. Tal vez nunca antes, como ahora, fueron más unánimes las declaraciones sobre la dificultad creadora por parte de los propios poetas. El tema constituye ya un tópico fácil de constatar a partir de los simbolistas y quizás antes, el cual no ha cesado de acentuarse hasta nuestros días. «Es difícil ser poeta en una época industrial», anotó a comienzos del siglo Herbert Read. Como crítico enterado y poeta él mismo, bien sabía lo que decía. Y lo sabía sobre todo por pertenecer a una de las generaciones a las que correspondió trazar el saldo de la revolución industrial inglesa, que tantas y tan notorias alteraciones introdujo en el mundo. Las citas al respecto podemos multiplicarlas, entresacándolas de muy diversas lenguas y períodos, sin que difieran mucho en su intención unas de otras. Anotemos, así y todo, una más, ésta debida al gran poeta italiano Giuseppe Ungaretti: «Yo me pregunto: ¿existe todavía la posibilidad de un lenguaje poético? Hoy el tiempo parece ser tan veloz que ya no existe una posibilidad de relación entre tiempo y espacio, que ya no existe duración, es decir, que ya no existe la posibilidad de la contemplación y, por consiguiente, de expresión de la poesía» (Vida de un hombre, Monte Ávila Editores). Observemos que el pesimismo de ambas opiniones coincide en reprobar las mutaciones de la sensibilidad aparejadas por los cambios técnicos. La era industrial, para Read, y el tiempo veloz y hostil, para Ungaretti, configuran un mismo desarraigo, cuya exploración ha atraído por cierto la atención de pensadores notables. Muchas páginas de Heidegger, para nombrar uno de los más eminentes, reiteran a la luz de la reflexión filosófica un parecer bastante similar al de los propios poetas.

El tema, nada inédito por lo demás, demanda mayor espacio que el de este comentario y una competencia más calificada. Pretendo ahora, no obstante, represéntarmelo en una realidad concreta que puede, en mi opinión, objetivamente resumirlo. Nada nuevo se añade con decir que esa realidad se localiza del modo más notorio en la pérdida de la ciudad como centro espiritual donde halla su arraigo privilegiado la poesía. Convendrá siempre, pese a todo, repetirlo. Lo que nombramos con la palabra ciudad significa algo completamente distinto antes y después de la aparición del motor, al punto que tal vez no resulte apropiado lingüísticamente homologar, si deseamos llamar las cosas por sus nombres, la urbe moderna con la apacible comarca de otras edades.

Hoy podemos advertir, tras la pérdida de ese espacio, de qué modo resulta imprescindible la relación del hombre y la ciudad para explicarnos las obras que nos legaron los artistas del pasado. Cada poema, cada obra de arte, encarna un diálogo secreto, a menudo amoroso, con las calles y las casas, las tradiciones y los mitos de ese poema mayor que en ella se fundamenta. El París de Baudelaire, la Alejandría de Cavafy, la Lisboa de los cuatro Pessoa, se nos tornan inseparables de sus logros artísticos en una medida tal que el destierro hubiese necesariamente supuesto su silencio definitivo. No hablo, por cierto, del destierro físico, siempre posible de sobrellevarse, pese a la crueldad que reviste, sin que se mutile el diálogo con ese espacio que, al fin y al cabo, se sabe existente, aunque prohibido, en alguna parte. El verdadero destierro, el desarraigo absoluto, comienza con la certeza de que ese lugar ya ha sido abolido para otras épocas y sólo ahora comprobable, hombres sin ciudades. En las urbes de nuestro tiempo, rectas y grises, ya no es posible la contemplación, como se lamenta Ungaretti. Y no basta con el deseo de alejarnos en busca de otra más en armonía con los requerimientos humanos, porque, aeropuerto tras aeropuerto, sus líneas se nos repiten idénticas dondequiera que lleguemos, con su prisa feroz y sus ruidos mecánicos.

El poeta aparece así como el arquitecto por excelencia que reproduce a su modo la geometría espiritual de ese plano mayor donde halla lugar la vida común. Se sabe responsable de cada palabra como de cada casa y cada puente. La escala de sus equivalencias no se sirve de las leyes aritméticas para lograr su exactitud, pero la correspondencia de palabra y espacio hace ilegible la una sin lo otro. El sueño del libro absoluto de Mallarmé, ¿no es acaso el canto de cisne de esa última tentativa por retener lo que ya en su tiempo empezaba a desvanecerse? Y cuando el viejo Yeats, años más tarde confesaba: «Siento un gran deseo de crear forma», ¿a cual forma perimida buscaba restituir si no a la que cobraba vida en la ciudad que alcanzó a ver?

El medio siglo más huero de poesía en tantos siglos, de que habla Gómez Dávila, se me aparece así como el más huero en espacio vital para la poesía. Me inclino a creer que no por ello la posteridad dejará de encontrar en las mejores voces de nuestra hora muchas palabras dignas de memoria. A la postre, lo más excitante del futuro es que no podemos suponerle benevolencia. «Todo porvenir es brutal» dice la institutriz de la novela Otra vuelta de tuerca. Pero cualquiera sea el parecer venidero se acerca del arte de nuestro tiempo, será de todos modos innegable que cuanto se pudo salvar de la palabra fue mediante una lucha más ardua, aceptando un destino de expósitos. Hoy sabemos que hemos llegado no sólo después de los dioses, como se ha repetido, sino también después de las ciudades. No es improbable que unos y otras retornen un día, pero celebrarlos ahora, para adular al futuro, sería cometer imperdonable falsedad. «El poeta —es de nuevo Herbert Read quien lo dice— tiene todos los privilegios, menos el de mentir».


Extraído de Eugenio Montejo. El taller blanco y otros ensayos. Sibila Ediciones. Sevilla, 2012.

¹ La publicación original de este comentario data de febrero de 1983, en la Revista de la Universidad de México.

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