Tibulo

Tibulo — Elegías, 6

No te perdono por ti misma; me conmueve tu madre/ y aplaca mis explosiones de cólera esa anciana adorable./ Ella te conduce hasta mí en medio de las tinieblas/ y con mucho miedo, secretamente, une silenciosa nuestras manos.

Albio Tibulo fue un poeta romano nacido alrededor del 55 a.C. en el seno de una familia adinerada. Aunque se sabe poco sobre sus primeros años, se le considera uno de los principales exponentes de la elegía latina durante el reinado de Augusto.

Tibulo vivió en una época marcada por los conflictos políticos y las guerras civiles en Roma. Aunque su familia poseía influencia y riqueza, se vio afectado por las convulsiones de su tiempo. Durante la guerra civil, sufrió la pérdida de sus tierras.

Tibulo fue un maestro en el arte de la elegía, un género poético que abordaba temas como el amor, la muerte y la fugacidad de la vida.

A lo largo de su vida, Tibulo mantuvo una relación tumultuosa con una mujer llamada Delia, quien se convirtió en una de sus musas y una figura recurrente en sus poemas.

El poeta murió relativamente joven, alrededor del 19 a.C., dejando tras de sí un legado literario que influyó en generaciones posteriores de poetas.

 

Libro I, Elegía 6

Siempre, para engañarme, me muestras sonriente tu semblante,
después, para mi desgracia, eres duro y desdeñoso, Amor.
¿Qué tienes conmigo, cruel? ¿Es que es tan alto motivo de gloria
que un dios tienda trampas a un hombre?
Pues a mí se me están tendiendo lazos; ya la astuta Delia,
furtivamente, a no sé quién en el silencio de la noche abraza.
Por cierto que ella lo niega entre juramentos, pero es muy difícil creerla.
Así también sus relaciones conmigo las niega siempre ante su marido.
Fui yo mismo, para mi desgracia, el que le enseñé de qué forma
se puede burlar la vigilancia: ay, ay, ahora estoy pillado por mis propias mañas.
Entonces aprendió a inventar pretextos para acostarse sola;
entonces a poder abrir la puerta sin rechinar los goznes.
Entonces le di jugos de hierbas con los que borrase los cardenales
que produce, al morder, la pasión compartida.

Pero tú, esposo incauto de una muchacha embustera, préstame atención a mí también,
para que ella no te sea infiel.
Que no entretenga a los jóvenes con una conversación interminable.
Cuídate de que no se eche con el pecho descubierto a través del aflojado escote,
que no te engañe con sus gestos, que no prolongue con sus dedos las manchas de vino
y trace así señales en la mesa redonda.
¡Con qué frecuencia saldrá! Ponte en guardia, si dice que va a asistir a los sacrificios de la Buena Diosa,
a los que no pueden entrar hombres.
Pero si confiaras en mí, sería el único en acompañarla a los altares;
entonces yo no tendría que temer la pérdida de mis ojos.
Muchas veces, como si admirara sus joyas y el sello de su anillo,
con este pretexto recuerdo que le toqué su mano.
Muchas veces con vino puro te he hecho dormir, mientras yo bebía vencedor
sobrias copas a escondidas llenas de agua.
No te ofendí a sabiendas; perdona a quien se confiesa.
Me lo ordenó Amor. ¿Quién puede alzar sus armas contra los dioses?
Yo soy aquél (ya no me avergonzaré de decir la verdad)
a quien tu perra ladraba la noche entera.
¿Para qué necesitas una esposa joven? Si no sabes
conservar tus bienes, en vano hay una llave en tu puerta.
Te abraza, suspira por otros amores ausentes
y de repente finge que le duele mucho la cabeza.

Pero confíala a mi vigilancia; no rehúso crueles azotes,
ni rechazo cadenas en mis pies.
Entonces alejaos todos los que cuidáis con arte los cabellos
y los que dejáis caer la toga suelta en ondulantes pliegues.
Quienquiera que me salga al paso, si no quiere cometer una falta,
[que se vuelva o que tuerza antes, por favor, por camino diferente.]

Así lo ordena el mismo dios, así la gran sacerdotisa me lo
ha profetizado con voz inspirada.
Ésta, cuando se siente agitada por la danza de Belona,
ni en su delirio teme la viva llama, ni los golpes de látigo.
Ella misma, con el hacha, golpea violenta sus brazos
e, impune, rocía con la sangre derramada a la diosa
y queda en pie con el costado atravesado por el hierro,
queda de pie con el pecho herido.
Predice los sucesos que le anuncia la gran diosa:
«Guardaos de violar una doncella a la que tiene bajo vigilancia Amor,
para que no os pese aprenderlo después en medio de rigurosos castigos.
Quien la toque, perderá sus riquezas, como la sangre de nuestra herida,
como esta ceniza es dispersada por los vientos».
Y no sé qué castigos te predijo, Delia mía;
si, con todo, te haces responsable, ruego que te sea ligera.

No te perdono por ti misma; me conmueve tu madre
y aplaca mis explosiones de cólera esa anciana adorable.
Ella te conduce hasta mí en medio de las tinieblas
y con mucho miedo, secretamente, une silenciosa nuestras manos.
Ella me espera de noche fija en la puerta y, de lejos,
conoce el ruido de mis pisadas cuando llego.
Vive para mí muchos años, dulce anciana;
si se me permitiera, querría contigo compartir los míos.
Gracias a ti os amaré siempre a ti y a tu hija.
Cualquier falta que cometa, ella es, pese a todo, sangre tuya.

¡Sea casta solamente! Enséñaselo, aunque una cinta
sus cabellos en un nudo no sujete, ni una estola larga, sus pies.
Impónganseme también leyes severas: que no pueda alabar a nadie
sin que ella me arranque los ojos.
Y si cree que he faltado en algo, aun sin razón,
me arrastre del pelo y me tire por calles abajo.
Yo no querría pegarte, pero si me llega ese momento de locura,
desearía no tener manos.
Y no vayas a permanecer casta por temor al castigo,
sino por fidelidad: que un amor recíproco te conserve para mí, cuando esté lejos.

Pero la que no fue fiel a nadie, después, vencida por la vejez,
sin recursos, tuerce el hilo de la meca con mano temblorosa
y anuda sólidas cuerdas en la tela tejida a sueldo y carda
y limpia la lana de un vellón de nieve.
La observan contentos grupos de jóvenes
y comentan que, con razón, sufre de vieja tantos males.
A ella la ve llorar desde la cima del Olimpo una Venus altiva
y le recuerda su crueldad para quienes no le son fieles.

Todas estas maldiciones caigan sobre otros.
Nosotros, Delia, seamos ambos ejemplo de amor aun con canas.

 

Liber I, Elegiae 6

Semper, ut inducar, blandos offers mihi voltus,
Post tamen es misero tristis et asper, Amor.
Quid tibi saevitiae mecum est? an gloria magna est
Insidias homini conposuisse deum?
Nam mihi tenduntur casses: iam Delia furtim
Nescio quem tacita callida nocte fovet.
Illa quidem tam multa negat, sed credere durum est:
Sic etiam de me pernegat usque viro.
Ipse miser docui, quo posset ludere pacto
Custodes: heu heu nunc premor arte mea,
Fingere nunc didicit causas, ut sola cubaret,
Cardine nunc tacito vertere fores.
Tum sucos herbasque dedi, quis livor abiret,
Quem facit inpresso mutua dente venus.
At tu, fallacis coniunx incaute puellae,
Me quoque servato, peccet ut illa nihil.
Neu iuvenes celebret multo sermone, caveto,
Neve cubet laxo pectus aperta sinu,
Neu te decipiat nutu, digitoque liquorem
Ne trahat et mensae ducat in orbe notas.
Exibit quam saepe, time, seu visere dicet
Sacra Bonae maribus non adeunda Deae.
At mihi si credas, illam sequar unus ad aras;
Tunc mihi non oculis sit timuisse meis.
Saepe, velut gemmas eius signumque probarem,
Per causam memini me tetigisse manum;
Saepe mero somnum peperi tibi, at ipse bibebam
Sobria subposita pocula victor aqua.
Non ego te laesi prudens: ignosce fatenti,
Iussit Amor: contra quis ferat arma deos?
Ille ego sum, nec me iam dicere vera pudebit,
Instabat tota cui tua nocte canis.
Quid tenera tibi coniuge opus? tua si bona nescis
Servare, frustra clavis inest foribus.
Te tenet, absentes alios suspirat amores
Et simulat subito condoluisse caput.
At mihi servandam credas: non saeva recuso
Verbera, detrecto non ego vincla pedum.
Tum procul absitis, quisquis colit arte capillos,
Et fluit effuso cui toga laxa sinu,
Quisquis et occurret, ne possit crimen habere,
Stet procul aut alia stet procul ante via.
Sic fieri iubet ipse deus, sic magna sacerdos
Est mihi divino vaticinata sono.
Haec ubi Bellonae motu est agitata, nec acrem
Flammam, non amens verbera torta timet;
Ipsa bipenne suos caedit violenta lacertos
Sanguineque effuso spargit inulta deam,
Statque latus praefixa veru, stat saucia pectus,
Et canit eventus, quos dea magna monet:
‘Parcite, quam custodit Amor, violare puellam,
Ne pigeat magno post didicisse malo.
Adtigerit, labentur opes, ut volnere nostro
Sanguis, ut hic ventis diripiturque cinis.’
Et tibi nescio quas dixit, mea Delia, poenas;
Si tamen admittas, sit precor illa levis.
Non ego te propter parco tibi, sed tua mater
Me movet atque iras aurea vincit anus.
Haec mihi te adducit tenebris multoque timore
Coniungit nostras clam taciturna manus,
Haec foribusque manet noctu me adfixa proculque
Cognoscit strepitus me veniente pedum.
Vive diu mihi, dulcis anus: proprios ego tecum,
Sit modo fas, annos contribuisse velim.
Te semper natamque tuam te propter amabo:
Quicquid agit, sanguis est tamen illa tuos.
Sit modo casta, doce, quamvis non vitta ligatos
Impediat crines nec stola longa pedes.
Et mihi sint durae leges, laudare nec ullam
Possim ego, quin oculos adpetat illa meos,
Et siquid peccasse putet, ducarque capillis
Inmerito pronas proripiarque vias.
Non ego te pulsare velim, sed, venerit iste
Si furor, optarim non habuisse manus;
Nec saevo sis casta metu, sed mente fideli,
Mutuus absenti te mihi servet amor.
At, quae fida fuit nulli, post victa senecta
Ducit inops tremula stamina torta manu
Firmaque conductis adnectit licia telis
Tractaque de niveo vellere ducta putat.
Hanc animo gaudente vident iuvenumque catervae
Conmemorant merito tot mala ferre senem,
Hanc Venus exalto flentem sublimis Olympo
Spectat et, infidis quam sit acerba, monet.
Haec aliis maledicta cadant; nos, Delia, amoris
Exemplum cana simus uterque coma.

 

Extraído de Aliorumque carminum libri tres. Tibullus. J. P. Postgate. Scriptorum classicorum bibliotheca Oxoniensis. 1915.

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