Akedia: La pasión maldita de Evagrio Póntico
Mario Chávez Carmona
L’acqua era buia assai più che persa;
e noi, in compagnia de l’onde bige,
intrammo giù per una via diversa.
(Divina Commedia, Canto VII, vv. 103-105)
El agua era oscura más que ida;
y nosotros, en compañía de las grandes olas,
entramos por una vía diferente.
1. Desierto
Evagrio Póntico (345-399), el solitario, perteneció a los conocidos Padres del Desierto. En su doctrina define ocho pasiones malditas, entre las cuales destacan la tristitia y la akedia. Esto da el pie para que San Gregorio Magno las combinara en una misma figura, que en lengua española la conocemos como pereza, dando así la institución de los siete pecados capitales. Más tarde, Dante Alighieri, en su Commedia, Canto VII, describe el quinto círculo del infierno y bajo el lago Estigia sufren en una asfixiante tristeza los accidïosi. La acidia (akedia), su naturaleza dual, su castigo y su padecimiento son una suerte de enigma poético y ya desde los razonamientos de los padres, lograron identificar en el retiro, en el abandono de la ciudad. El vacío del desierto, tan propio en la meditación cristiana, da origen a la tristeza del pensamiento, a la inactividad del cuerpo, a la inercia del alma y a la muerte por soledad.
Entender el pecado de la pereza como simple desánimo contrario al trabajo productivo es banalidad protestante. Habrá que retroceder, entender por qué hablamos de akedia y no pereza, y la razón es que, como tal, la akedia es una maldición para los monjes, entendida como «palabra mal dicha» o «maldad-palabra». Los intelectuales solitarios, los anacoretas sufren al ejercitarla y su significado los pudre en su interior. Esto muestra que dentro de la inactividad del cuerpo, hierven confusas y caóticas pesadillas del alma. El infierno, como lo «inferior» del Hombre, es un camino del desvío de la Razón. La akedia, entonces, es la pérdida de la Palabra y, así, el hombre queda condenado a la errancia por la desolación, sin guía alguna. Para Póntico entender esta maldición era parte fundamental de su doctrina, que nos invita a entender la naturaleza de la meditación. Encontramos aquí, entonces, un cristiano, padre de la Iglesia, que con su mera descripción, nos descubre el extravío del pensador, cuya razón se desborda en la soledad y en el abandono que significa el desierto.
2. Maldición
En principio, ciertas pasiones, como la acidia, eran manifestaciones positivas y naturales de la vida de nuestra alma, de su actividad emotiva y sensorial de nuestro modo de comprender las cosas del mundo. Sobre todo si hablamos de un modo sutil de meditar en medio del desierto (¿qué se busca en un lugar donde nada hay?). Ahora bien, estos impulsos y pensamientos pueden convertirse en vehículos de ambiciones contrarias a los fines misteriosos del Creador. Los pensamientos toman otras tonalidades y se acercan a la tentación que nos dirige al mal. El corazón, la memoria del alma, puede regocijarse en estos movimientos internos, pero con la evocación a estos pensamientos, la palabra errada y maldecida da lugar al mal: el hombre que se extraña de Dios, su desconocimiento es tan solo el preámbulo del camino delirante del egocentrismo.
No era raro asociar estas pasiones a fuerzas sobrenaturales, a las metáforas míticas sobre ángeles y demonios. Hoy, para muchos, es pura fantasía. Pero en aquel entonces, estas entidades “actuaban” en uno; eran verdaderas ‘acciones’, que repetidas en el tiempo se convertían en costumbres, volviéndose literalmente en un sombrío pathos, en su sentido de «padecimiento envolvente». Nadie ha herido a ese hombre que sufre, nadie le ha hecho algo físicamente, pero hay una realidad: el hombre sumergido en la acidia, padece el encierro, la claustrofobia de sí mismo.
Evagrio Póntico nos dice que estos pensamientos ‘molestan’, perturban la paz de uno como pensador. Sus orígenes son dos: la naturaleza y la voluntad débil. Los de origen natural vienen de la sangre, de los parientes, la herencia natural de las pasiones. Pero aquellos que experimentamos por la voluntad tienen lugar porque el hombre es seducido por el placer escondido en la cólera y el deseo. Todas esas pasiones perduran en el hombre, porque maduran en él, desde el momento en que el intelecto queda ‘estupefacto’ porque experimentarlas es un verdadero ‘espectáculo interno’ y repetirlos es un lujo de un ‘espectador vicioso’. La escritura también puede estar al servicio de estos espectáculos, el pensador escribe buscando rememorar esas pasiones y el intelecto queda rendido a registrar sus movimientos. Aunque no olvidemos que Póntico decía: «pero está escrito: no desees estar con ellos». Ahora bien, los pensamientos naturales son capaces de suscitar cólera como también el deseo, de esa manera el intelecto se va perdiendo a causa de este asalto. Existen remedios conocidos y los padres de la Iglesia los aplicaban: el hambre, la sed, la vigilia, el alejamiento del mundo y la oración.
Los pensamientos de este tipo son parte de la realidad de una manera mucho más compleja. No era mera reflexión en el aire, no era solo teoría. Los pensamientos penetran tan fuerte en los movimientos del alma que comienzan a modificar incluso nuestra constitución física. La akedia, desde este punto de vista, era considerada una enfermedad (física y real) que padecían aquellos que fueron devorados por sus pensamientos oscuros. Sus órganos se comenzaban a podrir, sus funciones orgánicas se volvían defectuosas; en fin, la carne se hacía triste. En cambio, el pensamiento de Dios es puro Intelecto sin impresión ni estupefacción, Dios, como la divinidad más abstracta de todas, carece de cuerpo; se manifiesta como extensión en el vacío del desierto, he ahí su presencia inicial. Sin embargo, quien no logra divisarlo en la meditación, al no poder fijar su contemplación en «algo», concebirá pensamientos que no se afirman en nada y ello produce la desesperación: el destape de todas las pasiones malditas. Así observaron estos padres las tentaciones de Jesús en el desierto.
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