Léon Bloy (1846-1917) fue un escritor francés conocido por su ferviente estilo y fe católica. Nacido el 11 de julio de 1846 en Périgueux, Francia, Bloy experimentó una infancia marcada por la pobreza y la adversidad. Huérfano de padre a temprana edad, enfrentó dificultades económicas que persistieron a lo largo de su vida.
A lo largo de su carrera, Bloy se destacó por su compromiso con la causa católica y su crítica feroz a la sociedad contemporánea. Su obra estuvo impregnada de un profundo sentido de la religiosidad y la búsqueda de lo trascendental en lo cotidiano. Sin embargo, su enfoque radical y su estilo polémico lo llevaron a enfrentar la incomprensión e incluso la hostilidad de algunos sectores de la sociedad y la Iglesia, mientras que nunca dejó de vivir en penuria.
Estas mismas condiciones ven a Léon Bloy fallecer el 3 de noviembre de 1917 en Bourg-la-Reine, Francia.
VI
La ley de las «atracciones proporcionales» debía, por el contrario, llevar infaliblemente a Alexis Dulaurier y al doctor Chérubin Des Bois hacia el uno al otro y unirlos. Evidentemente, tales almas habían sido creadas para funcionar en armonía.
Solo tenían que lamentar haberse conocido tan tarde. Se conocían, desafortunadamente, desde hace poco tiempo. Aunque frecuentaban prácticamente los mismos salones, uno fortaleciendo y cicatrizando lo que al otro le bastaba con lubricar, una incomprensible mala suerte había mantenido alejadas durante mucho tiempo las oportunidades, que deberían haber sido innumerables, de tan deseable conjunción.
Esta circunstancia, lamentable desde el punto de vista del entrelazamiento de sus mentes, había sido providencial para Marchenoir, a quien el concienzudo Dulaurier nunca le habría permitido ser ayudado con tanto esplendor si hubiera podido ser consultado.
Si ahora él mismo venía a incitar a Des Bois a nuevas generosidades, era únicamente, como acabamos de ver, para preservar a un amigo peligroso aún, aunque considerado inútil, ahorrando, a un precio más económico, la mancillada sospecha de tacañería, su pura piel de excelente persona.
Es siempre una alegría para el doctor cuando Dulaurier se presenta. De ambas partes, se cubren de sonrisas, se adornan con gestos cariñosos, se untan con la leche de cal de una sensibilidad sepulcral.
Es un negocio infinito de hilo sentimental, de enternecimientos hiperbóreos, de felicitaciones fraternales, de susurros apologéticos, de pequeñas confidencias afiladas o agrietadas, de anécdotas y veredictos, ¡un festín de mediocridad con cincuenta servicios en el ojo de la aguja de la insospechada hembra de César!
Porque estos títeres son, sin saberlo, majestades muy celosas y es cuestión de saber si incluso Dios mismo, con todo su poder, lograría inspirarles alguna duda sobre la irreprochable belleza de su vida moral.
Quizás sea el efecto menos percibido de una caída francesa de quince años, haber producido a estos dominadores, desconocidos en las decadencias anteriores, que reinan sobre nosotros sin pretenderlo y ni siquiera darse cuenta. Es la sobrehumana oligarquía de los Inconscientes y el Derecho Divino de la Mediocridad absoluta.
No son, necesariamente, ni eunucos, ni malvados, ni fanáticos, ni hipócritas, ni idiotas enloquecidos. No son egoístas con seguridad, ni cobardes con precisión. Ni siquiera tienen la energía del escepticismo. No son absolutamente nada. Pero la tierra está a sus pies y eso les parece muy simple.
En virtud de este principio de que no se destruye bien lo que no se reemplaza, era necesario tapar el enorme agujero por el cual las antiguas aristocracias habían escapado como basura, esperando que regresaran como una peste. Era necesario condenar a toda costa esa puerta peligrosa y los Acefalos fueron elegidos para gobernar a un pueblo decapitado.
Así, la Hija Mayor de la Iglesia, convertida en la Prostituta del mundo, los ha seleccionado con una solicitud infinita, estos lirios de impotencia, estos nenúfares azules cuya inocencia revitaliza su perversa decrepitud. Si el Exterminador finalmente llegara, no encontraría una sola alma viva en los barrios opulentos de París, nada en los Campos Elíseos, nada en el Trocadéro, nada en el Parc Monceau, prácticamente nada en el Faubourg Saint-Germain y, sin duda, despreciaría angelicalmente golpear con la espada las simulaciones humanas pavimentadas de riquezas que allí descubriría.
VI
La loi des « attractions proportionnelles » devait, au contraire, infailliblement précipiter l’un vers l’autre et souder ensemble Alexis Dulaurier et le docteur Chérubin Des Bois. Évidemment, de telles âmes avaient été créées pour fonctionner à l’unisson.
Ils n’avaient à déplorer que de s’être rencontrés si tard. Ils se connaissaient, par malheur, depuis peu de temps. Quoiqu’ils fréquentassent à peu près les mêmes salons, – l’un raffermissant et cicatrisant ce que l’autre se contentait de lubrifier, – un inconcevable guignon avait longtemps écarté les occasions, qui eussent dû être sans nombre, d’une si désirable conjonction.
Cette circonstance, regrettable au point de vue de l’entrelacs de leurs esprits, avait été providentielle pour Marchenoir, que le consciencieux Dulaurier n’aurait jamais permis de secourir avec un tel faste, s’il avait pu être consulté.
Si maintenant celui-ci venait, de lui-même, inciter Des Bois à de nouvelles largesses, c’était uniquement, comme on vient de le voir, pour ménager une amitié dangereuse encore, bien que jugée inutile, en préservant au meilleur marché, du maculant soupçon de ladrerie, sa pure hermine d’excellent enfant.
C’est toujours une allégresse chez le docteur quand Dulaurier s’y présente. De part et d’autre, on se placarde de sourires, on se plastronne de simagrées affectueuses, on se badigeonne au lait de chaux d’une sépulcrale sensibilité.
C’est un négoce infini de filasse sentimentale, d’attendrissements hyperboréens, de congratulatoires frictions, de susurrements apologétiques, de petites confidences pointues ou fendillées, d’anecdotes et de verdicts, une orgie de médiocrité à cinquante services dans le dé à coudre de l’insoupçonnable femelle de César163 !
Car ces fantoches sont, à leur insu, des majestés fort jalouses et c’est une question de savoir si Dieu même, avec toute sa puissance, arriverait à leur inspirer quelque incertitude sur l’irréprochable beauté de leur vie morale.
C’est peut-être l’effet le moins aperçu d’une dégringolade française de quinze années164, d’avoir produit ces dominateurs, inconnus des antérieures décadences, qui règnent sur nous sans y prétendre et sans même s’en apercevoir. C’est la surhumaine oligarchie des Inconscients et le Droit Divin de la Médiocrité absolue.
Ils ne sont, nécessairement, ni des eunuques, ni des méchants, ni des fanatiques, ni des hypocrites, ni des imbéciles affolés. Ils ne sont ni des égoïstes avec assurance, ni des lâches avec précision. Ils n’ont pas même l’énergie du scepticisme. Ils ne sont absolument rien. Mais la terre est à leurs pieds et cela leur paraît très simple.
En vertu de ce principe qu’on ne détruit bien que ce qu’on remplace, il fallait boucher l’énorme trou par lequel les anciennes aristocraties s’étaient évadées comme des ordures, en attendant qu’elles refluassent comme une pestilence. Il fallait condamner à tout prix cette dangereuse porte et les Acéphales furent élus pour chevaucher un peuple de décapités !
Aussi, la Fille aînée de l’Église, devenue la Salope du monde, les a triés avec une sollicitude infinie, ces lys d’impuissance, ces nénuphars bleus dont l’innocence ravigote sa perverse décrépitude ! Si l’Exterminateur arrivait enfin, il ne trouverait plus une âme vivante dans les quartiers opulents de Paris, rien aux Champs-Élysées, rien au Trocadéro, rien au Parc Monceau, trois fois rien au Faubourg Saint-Germain et, sans doute, il dédaignerait angéliquement de frapper du glaive les simulacres humains pavés de richesses qu’il y découvrirait !
Extraído de Bloy, Léon. Le désespéré. Garnier Flammarion Littérature. 2010.