Emilia Pardo Bazán fue una escritora española nacida en La Coruña en 1851. Creció en el seno de una familia aristocrática y se casó muy joven, lo que le permitió cultivar el arte de las letras y la proliferación literaria. Su acomodada vida estuvo marcada por la muerte de su hijo Jaime a los 22 años y los problemas financieros que se originaron con la muerte de su esposo. Pardo Bazán murió en Madrid en 1921 debido a una neumonía. Sus obras se fundan en asuntos clásicos sobre la poesía y literatura.
— Άπώλεια
II
El poeta suicida, que me había guiado por los laberintos y recovecos de los círculos infernales, me sacó al fin de la caverna, y juntos salimos a dilatada llanura. Pensé hallarme en los descampados de Castilla, porque si la tierra era árida y de cansado y polvoriento matiz, en cambio, el cielo, vestido de dulce color de zafiro oriental, resplandecía con hormigueo de diamantinas constelaciones. Lo que me persuadió de que me hallaba bien lejos del país castellano fue distinguir entre ellas la centelleante Cruz del Sur.
A lo lejos se oía el choque de las olas contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla. Una barca se columpiaba sobre el oleaje —porque oleaje tenía aquel mar, oleaje vivo y fosforescente, como el del Cantábrico—, y una brisa rauda y salitrosa hacía palpitar las velas. Entramos en la barca, y el poeta, tomando los remos, la desvió muy pronto de la orilla. Así que encontramos el filo de una corriente, alzó los remos y dejó que el viento y el agua nos llevasen sin esfuerzo hacia la isla que se columbraba, lejos aún, bastante lejos, entre los violáceos crespones de neblina de la noche.
—¿Vamos a ver más penas todavía? —pregunté al vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro periplo.
—¡Penas! —suspiró, dolorosamente, el condenado—. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que ahora veremos! No hay más pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras otro consúmese el tiempo y se van absorbiendo las horas como agua filtrada por arena; todo suplicio se hace llevadero al pensar que cesará, y como decía Virgilio —mi ilustre antecesor— la última hora de la vida es el desquite de los vencidos. Pero en la región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay días ni horas…, sino un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin sucesión, sin forma particular… ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!
Llena de compasión guardé silencio, y el poeta, dejando caer sobre el pecho la faz, calló también. Nos íbamos acercando a la isla del Purgatorio; sus dentadas costas, sus ribazos, sus vaporosas lejanías, sus valles, se divisaban claramente a una luz que se parecía mucho a la de la luna, o, mejor dicho, a la eléctrica, y que permitía apreciar los colores. Noté que, al acercarnos a la isla, las olas fosforescían más y se volvían transparentes, con la transparencia pálida de la piedra llamada tan propiamente aguamarina: todo era verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de tupidísimo arbolado, verdeaba también como gigantesca esmeralda engastada en el oro fino de los arenales, adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de almas, una multitud silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de follaje. La claridad verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz singular, como si se reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien como si las mirásemos al rayito fosfórico de un gusano de luz.
Extraído de Pardo Bazán, Emilia. Cuentos completos. Fondo de Cultura Económica, 2004.